HABITANDO EL TIEMPO

Por Juan Manuel Vadillo

 

Buscando mundos sutiles -con resonancia machadiana- la poesía de Ramiro Ruíz Durá encuentra la música del olvido de donde nacen los recuerdos. “Buscando lo que no encuentro / encuentro lo que no busco”, dice una copla gitana que dibuja el tejido azaroso de la palabra. Y es que la belleza de la poesía de Ramiro tiene mucho que ver con el azar y con la música, pero además, como consecuencia, con el andar para perderse. Hacer camino para encontrar sin pretender encontrar. Por ello es que Ramiro encuentra, sin buscarla, una poesía “entera, desnuda, sin corteza,” tal como rezan algunas palabras de sus versos dedicados a la poesía misma. Frente a la blancura del papel el poeta comienza a desvivir, a desvivirse, la palabra se teje y se desteje, se desvive como la sangre, para que el poema surja, entero, desnudo, sin corteza.

De la contemplación profunda, del duermevela, de la incertidumbre que reinventa el asombro, de la mirada delirante, pero sobre todo del silencio más hondo nacen estos versos que habitan el tiempo. Poesía es palabra en el tiempo había escrito Antonio Machado, Ramiro nos dice que -justo cuando vuelve a buscar a la poesía- el silencio se hace tiempo. Es decir silencio en el tiempo, silencio de donde nacen todos los versos, silencio que contiene todas las metáforas, silencio al que todos los poemas regresan. La música y la palabra en su transcurrir nos dejan un silencio luminoso, que en los versos de Ramiro va de la mano de la muerte; una muerte que entraña el amor y que resurge después de la cadencia de cada verso. Nuestros poetas místicos advirtieron que vivir es un morir constante. Esta paradoja adquiere nuevas resonancias cuando se dibuja desde el dolor de la muerte de la amada: “En esa extraña sutileza que reúne / el morir del que vive / y el vivir del que ha muerto,” rezan tres versos del poema “Te pediría un cuento”. El morir del que vive porque, mientras vivimos, dejamos de vivir a cada instante; el vivir del que ha muerto, porque después de la muerte, como el silencio después de la palabra, nos queda lo más importante, la memoria luminosa, la pena, la nostalgia profunda, la poesía. Lo que queda es lo que queda, decía Calderón, se refería al misterio que deja en el aire un verso que nunca ha de repetirse. En su conferencia sobre el cante jondo, Lorca había apuntado que las coplas flamencas, “tanto sus textos como sus melodías antiquísimas tienen su mejor escenario en la noche”[1]. Porque el trazo de los versos sobre el lienzo oscuro de la noche, como una pincelada de luz, nos deja en el alma el más oscuro silencio de la muerte. Quiero reiterar que de esa muerte, de esa noche, de ese silencio hondo, parten los versos de Ramiro para regresar después al puerto más íntimo del alma. “Viniste del silencio de los sueños / a compartir el viaje” le dice el poeta a su amada y los versos siguientes nos invitan a pensar que su amada es la poesía: “Viniste del olvido y del deseo / a pedirme que aún no me muriera”. La poesía es la compañera para desandar el camino, para dibujar el recuerdo desde el olvido, para seguir viviendo y desvivirse en ella, para deshojar de memorias el deseo. Nos dice el poeta que sus versos sacaron de un baúl de viaje “muertes recién hechas”, es decir, cadencias que llegan al corazón del silencio, remates luminosos de poemas, fronteras donde la amada, la poesía y el poeta se confunden, “¿dónde termina ella? / ¿Dónde empiezo yo?”; muertes recién hechas, cuanto más efímeras más eternas. “Nostalgia de un beso dado/ que nunca se vuelve a dar… nostalgia de una palabra / que no se repite más”, rezan los versos del poema “Nostalgia” que nos recuerda mucho la nostalgia de Bécquer. Todo muere constantemente y en ello radica la belleza en lo que la muerte nos deja.

Quizás el amor y la muerte, el exilio, la ausencia de la amada, la soledad, la nostalgia, la memoria y el tiempo sean los temas centrales de los cinco poemarios que conforman Habitando el tiempo, pero si tuviéramos que hablar de un solo tema que hilvanara los demás tendríamos que hablar también de un concepto, se trata de la Pena que Lorca escribe con mayúscula, la Pena andaluza. La Pena se dibuja con nitidez desde el primer poema en los primeros versos de la segunda estrofa: “El día que nacía la primavera / nos hemos muerto”. Es decir estar junto a la belleza y ya no poder alcanzarla, encontrar lo que tanto se anhelaba y en ese momento morir. En el “Romance de la pena negra” Lorca escribió estos versos: “Soledad de mis pesares, ⁄ caballo que se desboca, ⁄ al fin encuentra la mar ⁄ y se lo tragan las olas”; donde la Pena encuentra su máxima expresión alegórica porque en nuestra tradición hispánica el mar metaforiza la muerte. De tal manera que lo que se buscaba, lo que se esperaba ansiosamente, desde un principio era morir. Con originalidad y un trazo conceptista  los versos de Ramiro dibujan esta misma idea: “¿Qué es lo que espero siempre / en esta espera?”. Recordemos también los versos de Nicolás Guillén: “De qué callada manera / se me adentra usted sonriendo, / como si fuera la primavera / ¡Yo, muriendo!”, donde se dibuja la belleza más dolorosa; estar junto a la amada y no poderla tocar.

En un poema de un profundísimo dolor, “Primavera”, Ramiro expresa la pérdida de la amada con estos versos: “La ineludible presencia / de tu ausencia”; y remata el poema con estos otros, “Y alguien podría preguntarse: / ¿de verdad comenzó / la primavera?”. Aquí el sentido de la Pena aparece pleno de significación: el yo lírico siempre lleva consigo a la amada en un recuerdo sustancial e inevitable pero no la puede tocar, entonces surge la imagen de la primavera, una primavera que no puede acontecer en el interior del yo lírico, pero que inevitablemente va a acontecer afuera. La Pena surge justo cuando, de manera implícita, se contrasta la belleza de la primavera con la tristeza de la ausencia. A partir de esa ausencia el poeta reconstruye su mundo con la palabra contrastando imágenes de gran belleza con el dolor. Por eso lleva “la pena en la sonrisa” y “la lágrima en el labio”. En otros versos -cuando los amantes se separan- el dolor se hace grito “redondo y solitario / como una campanada… / en el domingo amargo”. La sinestesia nos recuerda el “Poema de la seguiriya gitana”, donde “la elipse de un grito /… como un arco de viola” hace vibrar las cuerdas del viento. El sonido de una campana o un arco invisible sobre el viento nos hablan de un dolor que se transforma en belleza. Hay otra campana vieja, “afónica de bronces y de grietas”, que aparece en el poema “Rosas negras”, y que “dibujará redondeles en el aire” cuando llegue la muerte del poeta. La Pena es como una rosa negra, un dolor que contrasta la belleza con la muerte. Y la campana afónica, dibujada por la Pena, quiere cantarle al poeta desde su sórdida belleza.

En otro poema, “Hombre triste”, el poeta nos habla en tercera persona de sí mismo: un hombre triste de añorar el mar que en cuanto está contento se va. Este poema nuevamente devela la esencia de la Pena; el poeta no puede quitarse su vieja chaqueta de tristezas; no puede soportar la alegría que, igual que la primavera, está llena de dolor en las entrañas. En este sentido, Pedro Garfias escribió: “Ramón Pérez de Ayala dijo en cierta ocasión, que no había escuchado algo más triste que el cante por alegrías. Y llevaba razón. Es cante de bulla y de fiesta, se acompaña con palmas, pero por debajo de la aparente viveza de su ritmo hay una larga corriente conmovedora” [2].

En la poesía de Ramiro, la alegría duele y la tristeza abraza. En el poema “Penélope”, una tristeza personificada tiene la virtud de abrazar. Se trata de una suerte de oxímoron porque el abrazo bien podría verse como paliativo de la tristeza. No obstante el poeta -igual que en “Hombre triste”- necesita de ella, está en su raíz, la lleva en la piel como la vieja chaqueta, como la vida que lleva puesta. Necesita que lo acompañe en la soledad. En una ironía profunda la tristeza entraña la alegría. Porque la Pena esencialmente es irónica; va tejiendo y destejiendo la vida de alegrías y tristezas, o de alegrías que son tristezas y tristezas que son alegrías. Cuando la mirada melancólica de Ramiro dibuja y desdibuja los recuerdos, lo triste se vuelve intensamente bello. A partir de la raíz más profunda donde está la Pena, el poeta reconstruye el mundo para hablarnos de una belleza que duele: amores que nunca fueron, “patrias no encontradas”, futuros que había que soñar, “un puñado de letras / cuando  se acaba el verso”, una nostalgia de luna, los ojos de un ciego, que para verla tiene que asomarse a los recuerdos.

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[1] Federico García Lorca, “El cante jondo, primitivo canto andaluz”, en Obras completas (tomo III), Aguilar, Madrid, 1986. p. 207.

[2] Pedro Garfias, De España, toros y toreros, Monterrey, Gobierno del Estado de Nuevo León, 1983, p. 96.

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